viernes, 19 de octubre de 2012

La naranja mécanica. "Sesión de ultraviolencia".

"Ahí estaba yo. Es decir Alex, y mis tres drugos. O sea Pete, Georgie y Dim. Estábamos sentados en el Milk Bar Korova, exprimiéndonos las rasureras para encontrar algo con que ocupar la noche. En el Korova Milk Bar servían leche plus. Leche con velloceta o drencromina… que es lo que estábamos bebiendo. Eso nos aguzaba los sentidos y nos dejaba listos para una nueva sesión de ultra-violencia."

Así empieza la adaptación filmográfica de una de las obras más influyentes de 1962: The clockworck orange. Escrita por Anthony Burgess y adaptada por el tan conocido Stanley Kubrick en el año 1971. De aproximádamente dos largas, pero para nada aburridas, horas y media de duración.
La cinta nos muestra la historia de Alex (Malcolm McDowell), un adolescente descarriado que junto a sus tres compinches busca saciar su adrenalina con sesiones de sexo (pocas veces consentido) y ultra violencia; todo ello mezclado con la esencia de Beethoven.

Tal y como se describe en estas líneas, parecería la típica historia del chico problemático que tiene dificultades a la hora de enfrentarse a la reinserción social, pero no se acerca ni por asomo a algo tan simple. La trama está llena de significado, de escenas impactantes e incluso de poesía. Exacto, la película es pura poesía. Las peleas callejeras y los asaltos de Alex y su banda a casas ajenas parecen sacadas de obras de teatro y musicales; sin más, tomando como referencia la escena al ataque del escritor y su esposa. Él apaleado y ella violada, actos acompañados de la voz, escasa de cordura, del protagonista cantando I singin' in the rain. Lo que hace que la belleza destaque de la crueldad es el correcto uso de la cámara lenta, o las risotadas desquiciadas y armónicas de los drugos.
Aunque quizás uno de los factores que han hecho posible que esta obra no muera a través del tiempo ha sido la jerga nadsat ,utilizada por Burgess como forma de expresión para los jóvenes, y que ha conseguido que no seamos capaces de asociar la historia a una época determinada, ya que la englosa dentro de una vanguardia futurista. A pesar de eso, y como les pasa a la mayoría de escritores, La naranja mecánica fue mejor acogida que otras obras más cercanas sentimentalmente al autor. Sin duda, algo muy frustrante, ¿cierto?

Como cualquier historia que se precie, ésta nos enseña una moraleja. Y es que es mejor ser violento por decisión propia que ser bueno por obligación. Todas las personas tenemos derecho a elegir entre el bien o el mal, tenemos derecho a actuar con decisión propia, independientemente de si es bien visto por la sociedad. Conductas naturalmente humanas pero, de forma curiosa, alejadas de la propia moral humana son las que nos dejan con un choque de sentimientos: odio y simpatía hacia Alex. ¿O acaso me negarán que no pensaron en algún momento de la película, cuando nuestro joven y loco protagonista era encarcelado y expuesto a la técnica de Ludovico, que se merecía todo lo que estaba sufriendo? Pues claro que no. Pero es entonces cuando aparece nuestra doble moral, cuando el sentimiento de culpa ataca límpiamente a nuestro cerebro, y recapacitamos... ¿Se merece alguien un trato semejante? 

E aquí los dos posibles caminos a elegir. Y tanto creador de ésta historia como productor de la misma chocaron de manera estrepitosa como dos piedras en un mismo camino, que sin embargo, surcaban uno diferente. Anthony Burgess hizo posible que Alex se recuperase y tomase un rumbo mejor en su vida; creía en las segundas oportunidades y nos dejó con un sabor esperanzado respecto al ser humano. Por tanto, sí era posible que una persona de esas características se curase y enterrara los actos de violencia. 
Sin embargo, la decisión de Stanley Kubrick de hacer recaer al chico a pesar de todos los esfuerzos realizados en terapia no agradó lo más mínimo al creador original. Consiguió arrastrar el sabor amargo hasta el final del film, haciendo que nos replanteásemos la teoría de la aceptación social. El pasado nunca se borra, por tanto recoges todo lo que siembras.

¿Vosotros qué pensáis, mis queridos bratos?

lunes, 15 de octubre de 2012

Torchwood. "Al márgen del gobierno".

Pocas líneas me habrían bastado para exponer mis pensamientos acerca de esta serie de, hasta ahora, cuatro temporadas. Sin embargo no he podido evitar ir algo más allá de las buenas críticas que tengo hacia Torchwood, pues todo en esta vida no se rige por un camino de rosas.

He de decir que en estos tiempos que corren el género de ciencia ficción no pasa por un buen momento, de hecho parece haberse quedado en el olvido. ¿Qué ha sido de obras de arte como la mítica Blade runner con sus recuerdos ahogados como lágrimas en la lluvia? ¿O sin más, E.T el extraterrestre surcando en bicicleta la luna llena? A mí siempre me ha gustado toda esta parafernalia alienígena y futurista, tal vez por esto, la serie de la que voy a hablar me llamó tanto la atención. 
Fue subiendo los escalones de la BBC tan rápido como su audiencia, quizás por el vínculo que la une con la tan conocida Doctor Who. A pesar de esa conexión, Torchwood no deja de ser más mordaz, oscura y realista; ya no se trata solo de luchar contra los extraterrestres que amenazan la tranquilidad de la especie humana, si no de convivir con los problemas personales de sus protagonistas. La crisis en la relación de Gwen Cooper (Eve Myles) con su novio Rysh Williams (Kai Owen) a quien le oculta su verdadero trabajo, o sin más la soledad que siente el carismático Capitán Jack Harkness (John Barrowman) a causa de su inmortalidad. Con sus dos primeras y extrañas temporadas teníamos ante nosotros algo nuevo; un equipo de cinco personas que se encargaban del trabajo sucio al márgen del gobierno, con suficiente autoridad para hacer lo que les viniese en gana.


Su continuación (Los niños de la Tierra) tampoco dejó indiferentes a sus espectadores. Tomó un rumbo distinto con tan solo cinco episodios; pasó de una trama en la que cazar alienígenas era lo principal a otra mucho más cruda en la que los protagonistas son los propios humanos, dispuestos a hacer cualquier cosa con tal de evitar una posible invasión. Un final con acontecimientos impactantes que era capaz de dejarte un mal sabor de boca.

Entonces, ¿qué pasó con su cuarta temporada? (El día del milagro) El guión y la idea no pintaban nada, pero que nada mal. Refleja de maravilla qué pasaría si la raza humana dejase de morir de repente; la bolsa caería, los hospitales se desbordarían y el gobierno, cómo no, tendría que implantar nuevas leyes. 
El mundo había cambiado. 
Nos encontramos en estos momentos con un impecable Bill Pullman, el cual encarna a Oswald Danes, quien da varias oportunidades a la serie de ser algo más que interesante. Y con la ambiciosa "relaciones públicas" Jilly Kitzinger (Lauren Ambrose). Hubiera sido algo digno de verse si a los productores se les ocurriera explotar más a estos dos personajes, sin embargo no supieron cómo hacerlo. 
¿Y qué decir de Rex Matheson y Esther Drummon, los nuevos compañeros del Capitán y Gwen, pero que no le llegan ni a la suela de los zapatos a sus predecesores, Owen Harper y Toshiko Sato?


Desgraciadamente y bajo mi humilde opinión, quisieron alargarla tanto que no pudieron estirar más la historia, al final acabó aflojándose. Lo que en principio sería una buenísima cuarta entrega, acabó llena de suspiros de alivio pero sin dejar de ser decepcionante. Torchwood dejó de ser Torchwood en ésta temporada y lo recalcan varias veces. La agencia de investigaciones especiales no supo desenmascarar a las "tres familias", pero tal vez sea esto lo que le da oportunidad a Russel T. Davies para resucitar a la vieja Torchwood, la que se quedó en Cardiff, en su esperada quinta temporada. 

¿Se la van a perder?